Montevideo, esfinge y enigma
A 8 años de mi llegada a Uruguay, desempolvando recuerdos
Quito, Ecuador, año 2006
Ya su
propio nombre esta rodeado de leyendas. Según algunos, se remonta a
la época de la presencia portuguesa, “Monte vide eu”, -dijo el
vigía de cierto barco que exploraba o descubría
la margen oriental del Río de La Plata, al ver el cerro mediano que
domina la inmensa planicie. Mas hace apenas unos meses, cuando yo
mismo intentaba redescubrirla, fue desmentido rotundamente por mi
ilustrada y septuagenaria amiga, Patri: “Observa este antiguo mapa
topográfico,” me dice, “y cuenta de izquierda a derecha las
colinas que bajan paralelas a la rivera”. “Seis”, le digo.
“Exactamente. Monte VI de O. El sexto monte viniendo del oeste.”
No
puede haber mejor ejemplo para ilustrar la esencia de Montevideo y
sus naturales. ¿Acaso de todos los uruguayos? No me atrevería a
afirmarlo. Como la ciudad en la que viven, están rodeados de
ambivalencias y misterios. Y como la Esfinge, son herméticos, o en
el mejor de los casos, crípticos, a la hora de develarlos. Por ello
pienso que resulta Meca ideal para viajeros con tendencias edípicas,
prestos a interpretar entre líneas aquello que ni las calles ni las
gentes abiertamente cuentan.
Como toda
ciudad, tiene bares, (‘boliches’ les llaman ellos), restaurantes,
cines, teatros y museos; calles llenas de tiendas y comercios; no le
faltan plazuelas, parques, ni amplias avenidas (‘bulevares’),
pletóricas de estatuas de próceres y mártires. En todas las aceras
hay decenas de árboles -plátanos y eucaliptos, casi siempre- que en
verano, junto con la ciudad, florecen, pero en invierno, pierden
todas sus hojas y se tornan adustos y fríos como se torna Montevideo
misma.
Las playas
que recorren toda la costa sur de la ciudad y que durante los meses
cálidos se atestan de paseantes, luego del cambio de estación se
convierten en marismas fantasmagóricas que coquetean con la isoterma
de congelación. Ojo, que el mismo fenómeno les sucede a sus
habitantes. En un lapso de días se enredan en sus bufandas y durante
más de medio año parecería que hibernan la alegría.
Montevideo
bien pudo haber sido fundada en las laderas de los Cárpatos o a
orillas del Mar Negro. Es el crisol de un sinnúmero de culturas
europeas (no existe un uruguayo que no sea hijo o nieto de
emigrantes) aplatanadas o apenas resignadas a la magia de Suramérica.
Un cúmulo de nacionalidades dispares que sin la ingencia de una UE
integradora, sino mas bien vencidas por la coexistencia, pujan por
amalgamarse en una suerte de nacionalismo a ultranza, que a fuerza de
“los uruguayos somos…” intenta conformarse, pero sobre todo, me
temo que en vano, distanciarse de cualquier comparación que los
acerque a los vecinos del otro margen del río, esos que según los
uruguayos quisieran convertirlos en otra de sus extensas provincias
patagónicas o tucumanas.
Es una
ciudad, Montevideo, de poca altura, con más casas que edificios.
Escasas torres se alzan en su paisaje quasi
citadino. Entre las clásicas, el mirador del Palacio Di Salvo, en la
confluencia de las calles Andes y la principalísima 18 de Julio. En
incompatible discordancia a la bizarría decadente de esta, una
enorme torre futurista forrada de paneles de vidrio descolla junto al
puerto, la Torre de las Comunicaciones, que en un intento por
maquillar de siglo XXI a la ciudad, terminó mas bien siendo objeto
de ojeriza de tantos que la ven como el símbolo de un derroche
innecesario “que finalmente ni siquiera dio para alojar todas las
oficias que debía contener” y que contrasta extrañamente por su
modernismo con el estilo generalmente arcano y la atmósfera
euro-alusiva de la ciudad.
Pero no hay
que dejarse avasallar por tanto hieratismo porque es apenas armadura
y no cuerpo; es cáscara más que semilla. Entre tanta hojarasca, si
se sabe escarbar, se puede descubrir tibieza, bondad y una
hospitalidad que si bien nunca llegará a ser cambodiana, si el
viajero sabe no abusarla, podrá regresarse a su tierra con el placer
de haber podido descifrar el enigma de la Esfinge.
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