lunes, 10 de febrero de 2014

Montevideo, esfinge y enigma

A 8 años de mi llegada a Uruguay, desempolvando recuerdos

Quito, Ecuador, año 2006

Ya su propio nombre esta rodeado de leyendas. Según algunos, se remonta a la época de la presencia portuguesa, “Monte vide eu”, -dijo el vigía de cierto barco que exploraba o descubría la margen oriental del Río de La Plata, al ver el cerro mediano que domina la inmensa planicie. Mas hace apenas unos meses, cuando yo mismo intentaba redescubrirla, fue desmentido rotundamente por mi ilustrada y septuagenaria amiga, Patri: “Observa este antiguo mapa topográfico,” me dice, “y cuenta de izquierda a derecha las colinas que bajan paralelas a la rivera”. “Seis”, le digo. “Exactamente. Monte VI de O. El sexto monte viniendo del oeste.”
No puede haber mejor ejemplo para ilustrar la esencia de Montevideo y sus naturales. ¿Acaso de todos los uruguayos? No me atrevería a afirmarlo. Como la ciudad en la que viven, están rodeados de ambivalencias y misterios. Y como la Esfinge, son herméticos, o en el mejor de los casos, crípticos, a la hora de develarlos. Por ello pienso que resulta Meca ideal para viajeros con tendencias edípicas, prestos a interpretar entre líneas aquello que ni las calles ni las gentes abiertamente cuentan.
Como toda ciudad, tiene bares, (‘boliches’ les llaman ellos), restaurantes, cines, teatros y museos; calles llenas de tiendas y comercios; no le faltan plazuelas, parques, ni amplias avenidas (‘bulevares’), pletóricas de estatuas de próceres y mártires. En todas las aceras hay decenas de árboles -plátanos y eucaliptos, casi siempre- que en verano, junto con la ciudad, florecen, pero en invierno, pierden todas sus hojas y se tornan adustos y fríos como se torna Montevideo misma.
Las playas que recorren toda la costa sur de la ciudad y que durante los meses cálidos se atestan de paseantes, luego del cambio de estación se convierten en marismas fantasmagóricas que coquetean con la isoterma de congelación. Ojo, que el mismo fenómeno les sucede a sus habitantes. En un lapso de días se enredan en sus bufandas y durante más de medio año parecería que hibernan la alegría.
Montevideo bien pudo haber sido fundada en las laderas de los Cárpatos o a orillas del Mar Negro. Es el crisol de un sinnúmero de culturas europeas (no existe un uruguayo que no sea hijo o nieto de emigrantes) aplatanadas o apenas resignadas a la magia de Suramérica. Un cúmulo de nacionalidades dispares que sin la ingencia de una UE integradora, sino mas bien vencidas por la coexistencia, pujan por amalgamarse en una suerte de nacionalismo a ultranza, que a fuerza de “los uruguayos somos…” intenta conformarse, pero sobre todo, me temo que en vano, distanciarse de cualquier comparación que los acerque a los vecinos del otro margen del río, esos que según los uruguayos quisieran convertirlos en otra de sus extensas provincias patagónicas o tucumanas.
Es una ciudad, Montevideo, de poca altura, con más casas que edificios. Escasas torres se alzan en su paisaje quasi citadino. Entre las clásicas, el mirador del Palacio Di Salvo, en la confluencia de las calles Andes y la principalísima 18 de Julio. En incompatible discordancia a la bizarría decadente de esta, una enorme torre futurista forrada de paneles de vidrio descolla junto al puerto, la Torre de las Comunicaciones, que en un intento por maquillar de siglo XXI a la ciudad, terminó mas bien siendo objeto de ojeriza de tantos que la ven como el símbolo de un derroche innecesario “que finalmente ni siquiera dio para alojar todas las oficias que debía contener” y que contrasta extrañamente por su modernismo con el estilo generalmente arcano y la atmósfera euro-alusiva de la ciudad.
Pero no hay que dejarse avasallar por tanto hieratismo porque es apenas armadura y no cuerpo; es cáscara más que semilla. Entre tanta hojarasca, si se sabe escarbar, se puede descubrir tibieza, bondad y una hospitalidad que si bien nunca llegará a ser cambodiana, si el viajero sabe no abusarla, podrá regresarse a su tierra con el placer de haber podido descifrar el enigma de la Esfinge.   






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